A ti, que lees mis delirios, que paras tu
reloj para meterte un poco entre la maleza que crece en mi cabeza. Tú que
dedicas algo de la bolsa de tu vida a este pobre pedigüeño que embauca alguna
mente perdida con sus disparates y sus reflexiones.
Eres cómplice del lobo que deambula bajo la
luna desnudo, sin miedo, sin pudor, sin dueño. Sus patas son dueñas de la
tierra donde se posan y sus ojos rey del rincón que contempla. El animal que
devora al racional fracaso llamado humano, ese ser en el que la esperanza no es
más que el lazo que impide que la inocencia del niño se pierda entre la
oscuridad del egoísmo.
Testigo de alguno de mis llantos y muchas de
mis sonrisas, de la decadencia de mis prohibidas pasiones y del orgullo de mis
pequeñas victorias. Sin ti, no soy más que una brizna de polvo movida por el
aire, sin ningún rincón fijo donde anidar, sin ningún cometido, más que
deambular como un nómada buscando el sentido a su existencia. ¡El sentido, eso,
el sentido! Mi cómplice, eso eres, el pilar que sostiene el sentido de darle
voz al animal. No hay existencia entre el silencio, entre la oscuridad, sin luz
que se pose sobre su pelaje, sin oídos que escuchen su aullido. Una quimera, un
rumor ¡No, ni tan siquiera eso!
Tu, que lees, que me das vida, que incluso
me pones voz en tu cabeza, a ti te debo todo. Ante ti me arrodillo, pide,
manda, eres quien puede acortar o alargar mis amarres.
Tu que me brindas importancia al dedicar un
segundo de tu tiempo a escuchar a un necio, que con la edad no se va haciendo
más sabio, si no más cobarde. Gracias por ser el escudo que soporta los golpes
de la inexistencia, de la indiferencia, del siniestro olvido.
Tu mi cómplice, sin nombre, sin rostro, sin
ojos a los que mirar con dulzura, yo soy parte de ti, y tu ya eres parte de mi.
Bendita comunión entre dos almas, la palabra es nuestra alianza, la imaginación
nuestro reino. Estás en mi casa, y yo soy servidor de tus deseos. Gracias,
parte de mi sentido a ti te debo.
Gracias, mi
cómplice.
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