miércoles, 20 de septiembre de 2017
Bucear en uno mismo, adentrarse en nuestros propios temores, en nuestras heridas, nuestros triunfos y fracasos. Cuando escribo es un curioso trance donde todo lo de fuera se vuelve borroso, se apaga, la luz está en esta moderna pantalla que agiliza tanto lo que antaño fue una maquina de escribir y tiempo aún más atrás una hoja de libreta vieja o un folio vacío.
Comencé pronto a escupir mis pensamientos, no recuerdo con que edad escribí mi primer relato, soy lo que soy, no gran cosa o al menos así me veo. Pero es una sensación extraña entrar a mi otro blog y leer lo que estos dedos han escrito tiempo atrás. Me sorprendo a mi mismo, no me creo muy especial por eso pues es más común de lo que pensamos tener esa percepción de nuestros actos con la perspectiva del tiempo. Solemos ser bastante duros con nosotros mismos, bueno, casi todos, hay bastantes necios por ahí que se creen imprescindibles para que le mudo siga con su monótono girar.
Sobre mirar tiempo atrás lo que he escrito en este me parece un ejercicio demasiado egocéntrico puesto que aquí no hay magia, no hay vida. Solo escribo la primera impresión, reflexión o pensamiento que se me viene a esta obtusa mente. No me interesa la realidad, ni tan siquiera la mía, eso se lo dejo a los periódicos, yo no soy periodista ni pretendo serlo, no me suelen caer bien.
En el bosque me muevo a mi antojo, y el acto es el objetivo no el resultado en sí. Simplemente vomito lo que no me dejan vomitar esos estúpidos humanos que me rodean Se le quiere, se les tiene cariño, pero no me pidáis que respete a todo el mundo pues a veces confundimos ser humildes con hipócritas y mi niego. Vivimos en un mundo donde expresarse a ciertos niveles puede ser un acto impúdico o peor, un ejercicio de irreverente narcisismo. Y mientras me miro en el espejo y me peino lanzándome besos al borde del onanismo intelectual voy a contaros la extraña gesta que es adentrarse en una canción.
Las canciones no se crean, están ya, es éter. Todo el arte es el acto de captar ese éter, de traer las llamadas musas frente a nuestros ojos y darles forma justo como ellas nos dicen que hay que hacerlo. No tiene merito ninguno más allá de aprender a contemplar la belleza como lo haría un niño, o mejor, como un necio embobado con la boca abierta, a media baba, absorto en lo que la vida nos puede mostrar mientras se nos pone la piel de gallina e incluso tenemos una erección emocional y si me apretáis mucho hasta física.
El acto de adentrarse en una canción es dejar que te roce esa musa por la espina dorsal, susurrándote al oído con una sensual voz mientras sus manos toman tu cuello. Poder y delicadeza esas manos que pasan por todo tu cuerpo haciéndote su propia marioneta. Tus manos escriben lo que te dicta tan hermosa boca, tu voz canta lo que te canta esa dulce voz, tu corazón late cuando pega su pecho al tuyo, desnudando tu alma y embriagándote entre besos y caricias. Tu no eres tu, eres suyo, y siempre lo serás, a cambio, ella te dejará que cantes su canción, que cuentes su historia, que tengas un pedacito de ella para mostrar al mundo lo maravilloso que es ser su esclavo.
Estás dentro de esa canción siendo tu el narrador, el protagonista, el villano. Tu lo eres todo y a la vez no eres nada, solo el mensajero de algo más grande de lo que tu serás jamás. Tu vida no tiene sentido ante la inmensidad de un amanecer, no eres más que la oxidada herramienta de algo que está por encima de ti y que ni tú eres capaz de expresar pues aquello hace que contengas la respiración, que se ahoguen las palabras en el fondo de tu garganta. Eso quizás sea Dios o quizás sea demencia, no lo se. Después de todo, yo solo hago lo que me mandan. A lo mejor soy un viejo enamorado de la mar.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario